Troncharse con el jolgorio
El ciudadano Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y comerciante al detall, de natural austero, abrió una
libreta de ahorros en la oficina de
Correos con cincuenta pesetas de aportación inicial a cada uno de sus hijos a
los pocos días de nacer, con la esperanza de empujarles a que fueran hombres de pro. Pedro Cedrés era lo
antitético de Miguelito Laredo,
alias Camagüey, siempre provisto de
indumentaria estrafalaria como si pretendiese asaltar una diligencia, o un
convoy en Dodge City. A Miguelito Laredo, alias Camagüey, le arrebataba subirse
y apearse en marcha de los vagones con balconcillo en el ómnibus Arcos, que hacía la trocha diaria entre Zaragoza-Arcos de
Jalón, y viceversa. Iba cada noche de verano hasta la Estación, donde también
acudían las mujeres en grupitos para ver llegar el tren y poder tomar la
fresca. En el único banco existente en aquel estrecho andén se estrujaban como
piojo en costura y se daban calor recíproco. Este cronista cree recordar, y sin
pensárselo dos veces lo pasa a limpio a papel Guarro de doble pliego,
que ninguna de aquellas harpías alzaba el redondeado culo del asiento hasta
tener el coche de cola justo frente a sus cuerpos. Entonces, sólo entonces, era
cuando aquellas enlutadas comadres alcanzaban el clímax de la carcajada; es
decir, en el instante en el que Miguelito Laredo aparecía frente a ellas
espigado y petulante sobre el estribo del vagón de cola y se apeaba de
carrerilla con maestría de guardafrenos.
Aquellas hembras adiposas y reñidas con la higiene se tronchaban con el
jolgorio. Alguna, con incontinencia urinaria, abría la espita y empapaba su
braga al no conseguir domeñar los esfínteres. Don Secundino, al que habían
motejado como Fosglutén al cuarto de
hora de su llegada al pueblo, era de Henares de Mohernando además de jefe de la Estación. Abroncaba
y achicaba a Miguelito sistemáticamente con amenazas de denunciar los hechos a la Guardia Civil, sin
percatarse nunca el pobre Fosglutén de que una pareja de picoletos permanecía
noche tras noche algo apartada del guirigay por la zona de los retretes o de la
lampistería, también desternillándose de risa aunque, eso sí, contemplando la
carta de ajuste de la luna llena, o Sirio, la estrella más brillante, o
Betelgeuse, la supergigante roja. Aquella pareja de guardias civiles siempre
miraba hacia otro lado, sopesando la posible gravedad de cada asunto puntual de
forma somera. Miguelito Laredo, alias Camagüey, proveía a la casa-cuartel de
patatas, tomates y frutas del huerto durante todo el año por disposición
expresa de Áurea Castrejón Brindis.
Los guardias, en absoluta reciprocidad, eran agradecidos cuando iban de
correría, con el tricornio forrado de tela verde, visera y cogotera, zurrón,
capa, máuser y el grave barbuquejo desfallecido sobre la papada para que
sobrecogieran sus trazos por las orillas de los caminos, serios y silentes.
También, añadiendo respeto a la procesión del santo aquella calurosa tarde. El
gato de automoción había ayudado en el barranco a que la peana procesional no se escorase hacia la
izquierda, que era por donde se ladeaban por su natural los rojos carmesíes y
los republicanos que perdieron la guerra.
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