Tiempo atrás, determinados manuales contaban cómo aprender
idiomas en quince días, cómo conseguir que un crecepelo fuese efectivo, o cómo
ganar dinero sin salir de casa cultivando champiñones. Ahora es costumbre que
aparezca algún suelto en la prensa donde nos aconsejan qué hay que hacer para
pagar la mitad en el recibo de la luz, algo que nadie ha conseguido hasta el momento. Es como el
más difícil todavía. Nos tratan de explicar el índice de eficiencia energética,
la mejora del equipamiento, la optimización de las costumbres asociadas y la
lectura de las etiquetas como si estuviésemos asistiendo a un congreso de
chamanismo después de habernos tomado un cóctel de burundanga, esa droga que
anula la voluntad. Y allí nos relatan que si los frigoríficos se clasifican
entre la A+++ y la D, que si pasar de la D a la A puede significar ahorrar 370
euros en su vida útil, que si es diferente es el caso de los hornos, cuya
etiqueta comprende las clases entre la
A y la G…,
etc. Si les digo la verdad, ya no estoy para estos trotes. Lo mejor es pagar,
callar y meternos en la cama a la caída de la tarde para no encender la
bombilla. Las etiquetas de los electrodomésticos, el recibo de la luz y las
puertas giratorias de políticos que venden humo son como dogmas de fe que
debemos acatar sin rechistar para no morir en la folla. Hagan la prueba:
intenten escribir un artículo de prensa quejándose de las malas artes de un
banco, de una compañía de electricidad o de unos grandes almacenes. Como esa
empresa dé beneficios publicitarios al medio donde intentas publicar, el
artículo no sale adelante. Y siempre pongo como ejemplo a Julio Gálvez, el protagonista de la
novela de Jorge M. Reverte, aquel periodista al que
acababa de dejar su mujer dejar su mujer y que parece que todo le sale mal. Un
día, el semanario Novedades, donde él
ejerce, le encarga que investigue un holding
inmobiliario que se dedica a construir, vender y realquilar viviendas en zonas
turísticas. Pero cuando Gálvez intenta publicar la noticia, Novedades silencia los hechos a cambio
de un gran contrato publicitario con la propia empresa investigada, y él es
despedido. Es el efecto bumerán, del que ya se tenía noticia en el Antiguo
Egipto.
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