El
cura, cuyo nombre desconoce este cronista, le aclaró a Pedro
Cedrés que había basílicas mayores y basílicas menores. Que las basílicas
mayores se distinguían por poseer un altar papal y una sede reservada para el Romano Pontífice, además de una puerta
santa que se abría a los peregrinos en los años jubilares. Pedro Cedrés se
rascaba la cabeza como si no entendiese nada. Se atrevió a señalarle al cura
que tales cosas sólo pasaban en Santiago de Compostela, donde estaba el auténtico
botafumeiro, el que trataban de copiar Higinio
Gavilán y él para prestigio de la parroquia. Pero el cura sin nombre, muy
avispado e intuyendo adonde pretendía llegar Pedro Cedrés con tanta
pregunta, y consciente de que la iglesia
parroquial de aquel pueblón nunca podría obtener el título pontificio de
basílica ni mayor ni menor, se adelantó a aclararle a Pedro Cedrés que, excepto
la de Santa María de los Ángeles, en Asís, las basílicas mayores se hallaban
todas en Roma, pero que ninguna de ellas era equiparable a una catedral.
Cedrés, a partir de aquel momento, ya no entendió nada. --Entonces, padre, ¿lo
del Pilar y el Valle de los Caídos…?--. El cura fue rotundo: -- ¡No sé..., la verdad
es que no lo sé!--. Calle abajo regresaban presurosos y alzando considerable
tolvanera los monaguillos de jornada, o de retén, con la aceitera que les había
sido facilitada por Áurea Castrejón
Brindis. Desde el balcón de su casa, Áurea Castrejón Brindis advertía cómo
evacuaban sus orines los hombres junto al parapeto encalado. Evaluó con pequeña
desviación las correspondientes tallas de sus ciruelos, que proyectaban en la
tapia una sombra afín a la que ejerce la púa sobre el careto del reloj de sol.
Higinio Gavilán también fabricaba por entonces unos condones seguros y de mucho
rendimiento a partir de tripas de cordero. Se los dejaba muy económicos a Belfast, o sea, a Perico Durango, en agradecimiento al suministro de los bidones de
gas-oil. El pirotécnico Higinio Gavilán era un buen tipo, siempre ávido por
agradar a sus aliados.
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