A este cronista le consta que Mola, Sanjurjo y la Trama Civil, ese lobby
que tuvo nombres y apellidos y que puso el dinero necesario para iniciar el
golpe de Estado, entendieron las claves con maestría de amantes furtivos cuando
interpretaban el lenguaje del abanico, el lenguaje de las flores, y descifraban
todos los llantos de angustia del hombre, que de todo se dio en la viña del
señor antes de que Madrid pasara de corte a cheka y de que Agustín de Foxá, al que Franco
le concedió un marquesado sin poseer derecho bastante para favorecer con tales
concesiones nobiliarias (sin haber estado presente en el Congreso de Valencia
ni en el previo de París para la defensa de la Cultura), vendiera libros
con zambra y revuelo en la cacharrería del Ateneo,
en el que tipos como Azorín, que se
tenía por hombre genial, escribía aquellas chorradas de "Gasto capa con bordados/ a veces llevo gabán/ y miro de arriba abajo/ a la gentuza vulgar". Se paseaba Ramón María del Valle Inclán por la chocolatería de San Ginés con barbas de judío ortodoxo; Monís, catedrático miope y rizoso de
Murcia, por la cuesta de Moyano; y Jiménez de Asúa con El Sol debajo del brazo por la Gran Vía. A Azaña no se le localizaba facilmente porque iba de
traje gris, que camuflaba mucho entre el esplín, los cortinones y los tapizados
de las sillas, siempre aislado y sentado en una mesa de mármol del último
rincón de la Granja El Henar, con el gobierno de la República
dentro de su enorme mollera, aunque la República le estuviera matando los glóbulos
rojos y le procurara una decoloración suprema, esa palidez que sólo asiste a
los confesores penitenciales de las catedrales y a las monjas de clausura que
bordan bajo la sombra de las higueras de tan mal auspicio; porque la sombra de
la higuera, como la sombra del sauce llorón, son de pésimo agüero. Bien lo
sabía Miguelito Laredo, alias Camagüey, al que le deleitaba sacar el
revólver delante de los espejos coloniales y de las cornucopias, y pasear en
calesa.
--Yo
digo: querer o no querer de dos cosas una, es elegir, y por ello debe cifrarse
la naturaleza del libre albedrío en la elección. Y tú responderás: obí, obá,
cada día yo te quiero más, obí, obá, obí, obá, mirando al balcón de enfrente y
quedando tronera--.
Miguelito Laredo, alias Camagüey,
disponía de carricoche en el que trasladaba el hatillo con los rollos de
película hasta la estación de ferrocarril tras el último pase. A Áurea Castrejón Brindis le fascinaba
montar en calesa con mantón de Manila. En el centro del mantón estaba bordado
un enorme pavo real con la cola desplegada. Circulaba con solemnidad por los
serpenteados trechos del pueblo con la catadura de Eugenia de Montijo por las calles de París, o puede que más
aún. Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y
vendedor al detall, sistemáticamente le negaba el saludo a Áurea Castrejón
Brindis. Pero eso sólo en público, ante los ojos de los vecinos. Mantenía que
ella se encontraba en sempiterno pecado mortal. La realidad era otra. Pedro Cedrés
le saludaba y besaba la mano cuando se acercaba a su casa acompañando al cura cuyo
nombre no recuerda este cronista, escoltados por los monaguillos de jornada.
Las comadres de tres rabos tildaban de zorra y de librepensadora a Áurea
Castrejón Brindis, aprovechando que baldeaban la ropa en el lavadero público.
El cura, que no hacia ascos a nada, se quitaba la teja en casa de Áurea
Castejón Brindis y aceptaba su hospitalidad paladeando un chocolate a la taza
en el que untaba bizcochos de soletilla de la Confitería
Caro, Calatayud; mas tarde, cuando se rompía el hielo y
se aflojaba el alzacuellos, se echaba al coleto alguna copita de anís Manolote.
Pedro Cedrés, como ya intentó dejar claro este modesto cronista renglones más
arriba, no correspondía al saludo de Áurea Castrejón Brindis en la vía pública
por guardar las formas. Sin embargo, una vez traspasado el umbral de la puerta
de su casa todo cambiaba. Se acomodaba en un sillón Morris con cojín y se aplicaba a la merienda con la voracidad de un
sabañón, olvidándose por completo de la posible financiación de los bocetos del
botafumeiro parroquial. Miguelito Laredo, alias Camagüey, se envolvía en una
chaquetilla blanca muy parecida a la que había visto Áurea Castrejón Brindis en
Casa Lucio, en la madrileña Cava Baja, y servía la mesa con soltura. Después
de haber llevado el chocolate en tazas de fina loza de La
Cartuja sevillana a dos mesas (una, para la señora, el
párroco y Pedro Cedrés, su eterno acompañante; la otra, más reducida, para los
monaguillos de jornada) Miguelito Laredo, alias Camagüey, regresaba a la cocina
para ejercitarse con el revólver y ya no volvía a asomar la calamorra por el
comedorcito de diario, salvo cuando Áurea Castrejón Brindis hiciese tintinear
una campanilla con una exquisitez y destreza en el juego de muñeca sólo
superable con la pericia de las pajilleras de Chapina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario