martes, 28 de febrero de 2017

Bajo un sol abrasante





--Creo, Cedrés, que se ha jodido la marrana--, le indicó a éste el cura sin nombre muy circunspecto mientras le daba vueltas a la rueda del ciclomotor, que ahora era la rueda de la peana y que estaba alzada sobre unas piedras. --¿No oye usted cómo rasca?--. Pedro Cedrés afinando la oreja tenía cara de malo. A los malos se les nota siempre, de cerca y de lejos. --Pues, si le digo la verdad, no oigo nada raro--. Pedro Cedrés volvió a rascarse la cabeza, que era lo que siempre hacía cuando algo no se amoldaba a su discernimiento. Miraba al cura sin nombre con aspecto de pasmado. La pareja guardias civiles habían buscado una pequeña sombra en un talud que amenazaba con desprenderse y los fusiles los habían apoyado sobre una anciana acacia con filodios punzantes. Tras dudar unos instantes, Pedro Cedrés le espetó a bote pronto: --Don Fulano --como se llamase el cura--, la marrana es el cigüeñal de la azaña, que a la noria también le dicen azaña--. La palabra “azaña” estaba prohibida en España. También lo estaba en un pueblo de Toledo al que Franco le había cambiado su nombre por el de Numancia de la Sagra.  Ahora no recuerda muy bien el cronista cómo sucedió aquel diálogo de besugos, que aquello era lo más parecido a un diálogo de besugos. El cura sin nombre no hizo caso a Pedro Cedrés, menos aún después de haber nombrado esa palabra maldita. Volvió a hacer voltear la rueda, notando cómo el zumbido se iba desvaneciendo casi por completo. --Este santo es muy milagroso--, señaló el cura. El cronista se quedó con el deseo de saber de qué santo se trataba. Quizás  san Epipodio, de origen griego, que significa el que tiene los pies encima. Aquel santico menudo, de mirada somarda y aires de flor de té, tenía ambos quesos sobre el suelo de la basa. El lionés Epipodio, junto a san Alejandro, marcharon al martirio con entusiasmo y acendrado masoquismo. Más tarde la Iglesia los ensalzó a los altares y los veneraba cada 22 de abril y cada 25 de febrero, respectivamente. El santico chico, pálido y con bosquejos de pajillero, es posible que también fuese embaucador y hasta pudiera ser que se convirtiese en el intermediario celestial para que a César González-Ruano le concedieran el “Mariano de Cavia” en 1932, por su artículo “Señora, ¿se le ha perdido a usted un niño?”, el 12 de abril de aquel año, coincidiendo con el banquete que le ofrecían Jardiel Poncela, Wenceslao Fernández-Flórez, Guillermo Luca de Tena y Manuel Aznar en el Restaurante Tournier, en la madrileña calle Mayor, que uno ya no sabe…

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