--Creo, Cedrés, que se ha jodido la
marrana--, le indicó a éste el cura sin nombre muy circunspecto mientras le
daba vueltas a la rueda del ciclomotor, que ahora era la rueda de la peana y
que estaba alzada sobre unas piedras. --¿No oye usted cómo rasca?--. Pedro Cedrés afinando la oreja tenía cara de malo. A los malos se les
nota siempre, de cerca y de lejos. --Pues, si le digo la verdad, no oigo nada
raro--. Pedro Cedrés volvió a rascarse la cabeza, que era lo que siempre hacía
cuando algo no se amoldaba a su discernimiento. Miraba al cura sin nombre con
aspecto de pasmado. La pareja guardias civiles habían buscado una pequeña
sombra en un talud que amenazaba con desprenderse y los fusiles los habían
apoyado sobre una anciana acacia con filodios punzantes. Tras dudar unos
instantes, Pedro Cedrés le espetó a bote pronto: --Don Fulano --como se llamase el cura--, la marrana es el cigüeñal
de la azaña, que a la noria también le dicen azaña--. La palabra “azaña” estaba
prohibida en España. También lo estaba en un pueblo de Toledo al que Franco le había cambiado su nombre por
el de Numancia de la
Sagra. Ahora no
recuerda muy bien el cronista cómo sucedió aquel diálogo de besugos, que
aquello era lo más parecido a un diálogo de besugos. El cura sin nombre no hizo
caso a Pedro Cedrés, menos aún después de haber nombrado esa palabra maldita.
Volvió a hacer voltear la rueda, notando cómo el zumbido se iba desvaneciendo
casi por completo. --Este santo es muy milagroso--, señaló el cura. El cronista
se quedó con el deseo de saber de qué santo se trataba. Quizás san
Epipodio, de origen griego, que significa el que tiene los pies encima. Aquel
santico menudo, de mirada somarda y aires de flor de té, tenía ambos quesos
sobre el suelo de la basa. El lionés Epipodio, junto a san Alejandro, marcharon al martirio con entusiasmo y acendrado
masoquismo. Más tarde la
Iglesia los ensalzó a los altares y los veneraba cada 22 de
abril y cada 25 de febrero, respectivamente. El santico chico, pálido y con
bosquejos de pajillero, es posible que también fuese embaucador y hasta pudiera
ser que se convirtiese en el intermediario celestial para que a César González-Ruano le concedieran el
“Mariano de Cavia” en 1932, por su artículo “Señora, ¿se le ha
perdido a usted un niño?”, el 12 de abril de aquel año, coincidiendo con el
banquete que le ofrecían Jardiel Poncela,
Wenceslao Fernández-Flórez, Guillermo Luca de Tena y Manuel Aznar en el Restaurante Tournier, en la madrileña calle Mayor, que uno ya no
sabe…
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