sábado, 18 de febrero de 2017

Miguelito Laredo, alias Camagüey





Áurea Castrejón Brindis poseía gallinas, patos y pollos capones, a los que asesinaba por Navidad. Según afirmaba el sobrestante  Pedro Cedrés, superaban en finura a los capones de Villalba e incluso a los de Cascajares.  Los capaba Miguelito Laredo, alias Camagüey, con la pericia necesaria para que se les atiplase el kikiriquí durante los meses de reinado y se achaparrasen de forma casi natural, quedando pifiados de su instinto para satisfacer el gusto de aquellas putas gallinas siempre insatisfechas. También Áurea Castrejón Brindis estaba insatisfecha. Miguelito Laredo la consolaba de modo supremo cada vez que se acercaba a su casa a humedecer el huerto, a podar frutales y a sorber lentamente un güisqui americano en vaso largo y trazas de hielo.  Miguelito Laredo sólo bebía güisqui americano, el brebaje que al otro lado del Atlántico conocen como bourbon, o whiskey, con el que se desayunaba John Wayne en todas sus películas del género western, desde “La diligencia” hasta “El último pistolero”. Miguelito Laredo se fijaba en la  Paramount Production y en la fantasía de Manuel Lafuente Estefanía,  que crearon escuela. Cada vez que Miguelito leía una de aquellas novelas se venía arriba de forma solemne, sacaba del bolsillo un cigarro algo torcido, de esos valencianos que llaman caliqueños, se lo colocaba entre los dientes y mientras se miraba al espejo con barba de dos días, parsimoniosamente raspaba una cerilla en la suela de su bota campera. Las botas camperas repujadas sólo podía adquirirlas en una tienda ubicada en El Tubo, en Zaragoza,  junto a la peluquería  Salón La ideal, muy cerca de El Plata. Cuando Miguelito iba a Zaragoza en el Ómnibus Arcos, aprovechaba para acercarse hasta El Tubo y dotarse de sebo de caballo para aplicar a la piel de su calzado. De paso, Longinos, el barbero del Salón La ideal le arreglaba las patillas y le practicaba un esculpido a navaja. Después de haber llenado la andorga en Casa Pascualillo hacía una pausa en el bar Marisi. En aquel local, a aquellas horas, no había clientes. Servía la barra una mujer entrada en años y en carnes que a Miguelito le ponía cachondo. Pedía un güisqui con poco hielo. No se despachaba la marca que le gustaba saborear y debía conformarse con un güisqui escocés llamado “Langs Supreme”, que le traía una conocida cuando se acercaba a  Andorra. Mientras se lo servía aquella mujerona, de camino hacia el excusado Miguelito Laredo dejaba caer una moneda en la ranura de una sinfonola para escuchar a Manzanita con su “Verde, que te quiero verde”.  Aquella mujer entrada en años y en carnes solía pedirle a Miguelito que le invitase a una consumición. Si Miguelito aceptaba, ella descorchaba un “benjamín”.  En agradecimiento le daba conversación hasta casi la hora del tren.

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