Áurea Castrejón
Brindis poseía
gallinas, patos y pollos capones, a los que asesinaba por Navidad. Según
afirmaba el sobrestante Pedro Cedrés, superaban en finura a los
capones de Villalba e incluso a los de Cascajares. Los capaba Miguelito Laredo, alias Camagüey,
con la pericia necesaria para que se les atiplase el kikiriquí durante los
meses de reinado y se achaparrasen de forma casi natural, quedando pifiados de
su instinto para satisfacer el gusto de aquellas putas gallinas siempre
insatisfechas. También Áurea Castrejón Brindis estaba insatisfecha. Miguelito Laredo
la consolaba de modo supremo cada vez que se acercaba a su casa a humedecer el
huerto, a podar frutales y a sorber lentamente un güisqui americano en vaso largo
y trazas de hielo. Miguelito Laredo sólo
bebía güisqui americano, el brebaje que al otro lado del Atlántico conocen como
bourbon, o whiskey, con el que se desayunaba John Wayne en todas sus películas del género western, desde
“La diligencia” hasta “El último pistolero”. Miguelito Laredo se
fijaba en la Paramount
Production y en la fantasía de Manuel Lafuente Estefanía, que crearon escuela. Cada vez que Miguelito
leía una de aquellas novelas se venía arriba de forma solemne, sacaba del
bolsillo un cigarro algo torcido, de esos valencianos que llaman caliqueños, se lo
colocaba entre los dientes y mientras se miraba al espejo con barba de dos
días, parsimoniosamente raspaba una cerilla en la suela de su bota campera. Las
botas camperas repujadas sólo podía adquirirlas en una tienda ubicada en El
Tubo, en Zaragoza, junto a la
peluquería Salón La ideal, muy cerca de El
Plata. Cuando Miguelito iba a Zaragoza en el Ómnibus Arcos, aprovechaba
para acercarse hasta El Tubo y dotarse de sebo de caballo para aplicar a la
piel de su calzado. De paso, Longinos,
el barbero del Salón La ideal le
arreglaba las patillas y le practicaba un esculpido a navaja. Después de haber
llenado la andorga en Casa Pascualillo hacía
una pausa en el bar Marisi. En aquel
local, a aquellas horas, no había clientes. Servía la barra una mujer entrada
en años y en carnes que a Miguelito le ponía cachondo. Pedía un güisqui con
poco hielo. No se despachaba la marca que le gustaba saborear y debía
conformarse con un güisqui escocés llamado “Langs
Supreme”, que le traía una conocida cuando se acercaba a Andorra. Mientras se lo servía aquella
mujerona, de camino hacia el excusado Miguelito Laredo dejaba caer una moneda
en la ranura de una sinfonola para
escuchar a Manzanita con su “Verde, que te quiero verde”. Aquella mujer entrada en años y en carnes
solía pedirle a Miguelito que le invitase a una consumición. Si Miguelito
aceptaba, ella descorchaba un “benjamín”. En agradecimiento le daba conversación hasta
casi la hora del tren.
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