En
España están de moda el balconing y el balconismo. El balconing lo usan los jóvenes
extranjeros, mayormente británicos y alemanes, para lanzarse a la piscina desde
los balcones de los hoteles. Unos llegan al agua y otros se estampan contra el
suelo. Es cuestión de suerte y de saber medir los espacios. El balconismo, en
cambio, se utiliza en Sevilla para contemplar procesiones con derecho a cantar
saetas en calidad de arrendatario y no sé si también a poder compartir aseo y
botella de Tío Pepe en paquete conjunto. Este es un
país de mirones donde siempre ha gustado mucho, sobre todo en los pueblos,
mirar por una rendija del balcón con las persianas bajadas en un intento de
conocer quién es el forastero con aire de sospechoso de no sabemos qué que
avanza silente por su calle. Este año deberán los sevillanos tener cuidado con
los alquileres de balcones, no vaya a acontecer que aparezca pisando adoquines el
ministro Cristóbal Montoro camuflado
de Mortadelo y les dé un susto de
muerte a arrendadores y arrendatarios.
Un susto parecido al que se lleva el
practicante de balconing cuando el sansirolé calcula mal el salto, o sea.
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