Todos los años, con motivo de la Semana Santa, hay en España una
rara “eclosión de emociones” y un fervorín histérico que linda en la paranoia.
Y tal fervorín aumenta a medida que viajamos hacia el sur. La semilla cofrade
sigue creciendo, las saetas lacrimosas se escenifican desde balcones
alquilados, las sillas de tijera ocupan las aceras de los recorridos
procesionales, las cornetas y los tambores retumban en la anochecida morada y
los ciudadanos se convierten en actores secundarios de la Pasión. Escribió Nietzsche que “al Cristianismo se le
llama religión de la compasión. La compasión es antitética de los afectos
tonificantes, que elevan la energía del sentimiento vital: produce un efecto
depresivo. Uno pierde fuerza cuando compadece”. En Andalucía todo es bulla
vocinglera, en Castilla, sin embargo, todo es sobriedad y silencio. Son dos
maneras diferentes de entender el mismo
misterio, también la misma superstición.
Las tradiciones piadosas han llegado a nuestros días falsificadas y adulteradas.
Para Gracían, como recordaba Julio Caro Baroja en un ensayo, “el
vulgo es crédulo o bárbaro, o necio, libertino, novelero, insolente, locuaz,
sucio, vocinglero, mentiroso, vil y depositario de una gran cantidad de
errores”. Aquí hemos pasado del nacional-catolicismo fascista a una democracia
frailuna donde el Concordato del 79, firmado por Marcelino Oreja y el cardenal
Villot, se impone en gran parte de los colegios subvencionados a base de
rezos y adoctrinamiento, y donde se proyecta una máxima generalizada: si
quieres extraescolares, apúntate a comedor. Es el nuevo “milagro de los panes y
de las preces”. Para hacer caja, claro.
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