domingo, 30 de abril de 2017

Un día infeliz





Recuerdo que era un 1 de mayo. Tenía seis años. Había llegado a Zaragoza en un  tren con mis padres y mi hermano mayor. Nos quedamos a dormir en la Hospedería del Pilar. Al día siguiente nos vistieron de marineros y nos llevaron al Real Seminario de San Carlos. Nos dio la primera comunión el entonces obispo auxiliar Lorenzo Bereciartua en una capillita lateral donde él acostumbraba a decir misa diaria. Al darme la comunión, entonces se ponía directamente la Forma en la boca, el obispo metió los dedos tan hondos que me produjo una sensación de vómito. Pero nada hubiese podido vomitar al estar en ayunas desde la noche anterior, que entonces era condición necesaria para poder comulgar. Como decía el catecismo de Astete: “no se puede tomar bocado alguno desde las doce de la noche antecedente”. Mi padre, en un acto reflejo, me puso su mano en mi boca. Mas tarde regresamos a la Hospedería y acompañados por el obispo desayunamos, si mal no recuerdo, un chocolate a la taza acompañado de unas soletillas de Calatayud y algo más que ahora no recuerdo. Poca cosa. Al obispo le entregaron mis padres un obsequio en agradecimiento, consistente en un pequeño botafumeiro de plata. Mi madre se indispuso y se quedó acostada en la habitación. En la Plaza de las Catedrales, delante de donde se encontraba la Cruz de los Caídos, habían puesto un templete y bailaban jotas. El dos de mayo entonces era festivo. Lo estuvimos viendo desde un balcón. Más tarde salimos por el Paseo de la Independencia por tomar el aire. A mi madre la dejamos en su habitación, supongo que bien asistida por unas monjas residentes. Yo no había visto nunca circular un tranvía. Todo mi interés se centraba en que me dieran una vuelta. Por más que insistí, no lo conseguí. En la atardecida, con mi madre más repuesta, montamos en otro tren de regreso a casa. Al no contar con invitados al evento, tampoco tuvimos de regalo ni una caja de bombones. Reconozco que aquel no fue el día más feliz de mi vida. Me quedé con la inmensa pena de no haberme podido montar en un tranvía. Ya ven, qué cosas.

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