Ignoraba que existiera en el zaragozano Cementerio de
Torrero el Pabellón de Ilustres. Y me
entero de su existencia porque se han trasladado a ese lugar los restos de Pilar Lahuerta Cajo, más conocida como La
Pilara, fallecida en 1993 y que forma parte de la Comparsa de Gigantes y Cabezudos. Según leo hoy
en Heraldo de Aragón, el alcalde Pedro Santisteve pretende que “el Pabellón de Ilustres acoja a personajes
destacados de todo tipo, y no se ciña exclusivamente a los relacionados con la
vida municipal”. ¡Hasta ahí podíamos llegar! En una nota de prensa se informa
que el Reglamento de Protocolo del
Ayuntamiento de Zaragoza recoge en los artículos 17 y 18 que podrán ser
inhumados en el Panteón de Ilustres
de Torrero concejales, exconcejales, exalcaldes y cualquier persona que ostente
alguna distinción municipal, por acuerdo del Ayuntamiento a petición de la
familia. Ello quiere decir que cualquier concejal o exconcejal fallecido podrá
ocupar un nicho en el Pabellón de
Ilustres si así lo desea su familia, aunque a tal antiguo edil no lo haya conocido ni su señor padre y
que haya pasado tan desapercibido para
el ciudadano como un gorrión en un páramo de Castilla. El Pabellón de Ilustres, ya que existe, debería ser ocupado por restos
de aragoneses distinguidos y de renombre, verbigracia, Joaquín Costa, Mariano de
Cavia, Miguel Fleta o Ramón Sainz de Varanda, primer alcalde
democrático desde la Guerra Civil.
Los concejales y exconcejales tienen de ilustres lo que yo tengo de músico.
Sólo faltaría que encima de haber vivido del cuento un porrón de años se les
proporcionase a la postre sepultura gratis. Eso es lo que se llama reinar
después de morir, como Inés de Castro,
pero sin haber muerto a puñaladas. El concejal que quiera entierro postinero, pompas y vanidades, ya
sabe, que se haga una póliza de El Ocaso.
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