Tiene razón Pedro G.
Cuartango cuando comenta, a propósito de la trágica muerte en carretera
de Françoise
Dorléac
hace ya casi 50 años que la belleza subsiste en el recuerdo. Si, en efecto,
también los amigos muertos y los recuerdos infantiles. Fue el 26 de junio del
67, hacía diecinueve días que yo había llegado a Barcelona, donde me habían
obligado a empadronarme para poder trabajar. Pasé toda la noche en un
subexpreso de mierda donde no pude echar una sola cabezada. Pensaba que iba a
descubrir América. De pronto me convertí en catalán a efectos estadísticos.
Descubrí que Barcelona era una ciudad hostil para alguien que llegaba desde un
pueblo de Aragón. Ha pasado mucho tiempo. He vuelto otras veces por allí pero
en calidad de turista. A la Sagrada Familia
le ha ido creciendo perifollo, las Ramblas siguen siendo un circo y al Barrio
Chino le llaman El Raval. Las ciudades cambian y nosotros también. Hoy
Françoise Dorléac ya no sería aquella muchacha dulce de Les demoiselles de
Rochefort, dicen los entendidos que uno de los mejores musicales de la
historia del cine. Morirse a los 25 años, como le sucedió a Françoise Dorléac,
siempre produce consternación.
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