Ignacio Camacho,
en ABC, haciendo referencia a los
sucesos ocurridos en La Madrugá sevillana,
señala que “un rito impone, un espectáculo no”. (...) “Sucede que el consenso se ha roto
en parte. La masificación ha desnaturalizado el sentido ritual de la Semana Santa, incluso
entre las propias cofradías, aproximándola de modo inevitable al espectáculo”.
(...) “A partir de ahí, es relativamente fácil pasar de la indiferencia al
desdén y de éste a la hostilidad contra símbolos que no se comprenden o no se
comparten”. (...) “Se trata de una crisis de éxito. En la mayoría de las
ciudades españolas, la multitudinaria asistencia a las procesiones obliga a una
logística funcional muy delicada. La saturación de público y el aumento de penitentes
tensan la capacidad de acogida del escenario urbano y dejan la fiesta al albur
de la precisión de las cofradías y la autocontención de los espectadores.
Mucha
gente moviéndose en muy poco espacio plantea un reto de organización endiablado
que hasta ahora ha
sido posible resolver gracias a una mezcla de respeto litúrgico, de tolerancia
natural y de acatamiento colectivo de las reglas no escritas del rito”. En
resumidas cuentas, las procesiones sevillanas, ese patrimonio inmaterial de
nuestra cultura popular ha perdido músculo fervoroso. Antonio Burgos, hoy, también en la edición sevillana de ABC comenta: “¿Cómo quieren que sea una Semana Santa que
es imagen y espejo de la
Sevilla de Las Setas, de la Torre Pelli, de los
arboricidios, de las absurdas peatonalizaciones llenas de obstáculos y peligros
[a] los viandantes, de la ciudad que desmanteló su industria y se entregó sin
tasa al turismo como quien se agarra a un clavo ardiendo, llamando ‘industria’
a lo que es sólo un servicio? ¿Qué trasunto quieren que sea la Semana Santa de la Ciudad de los Veladores,
del degradado y envilecido Barrio de Santa Cruz, ya no ‘con su lunita plateada’,
sino con su hedor a paella que tira de espaldas en el inmenso comedero al aire
libre en que se ha convertido?”. Y así todo su “recuadro”. En una cosa tiene
razón Burgos: España, también Sevilla, se ha convertido en un país de
servicios. Aquí no se apuesta por el I+D+i ni por las azucareras, que
desmantelaron, ni por las aceiteras (todo el aceite lo exportan o nos lo venden
a precio de oro) ni por ná de ná. Pero hay una cosa peor: los dueños de los
mejores restoranes y de los más afamados bares sevillanos no son de sevillanos
sino de señores de Palencia o de Santander que nunca están a pie de tajo.
Sevilla pone la mano de obra barata, o sea, los camareros de mesas. Las paellas
que toman los turistas en el Barrio de Santa Cruz no producen hedor, sino
dinero para hacer caja, eso de lo que los andaluces andan tan necesitados.
Pero, claro, una cosa es que las procesiones hayan perdido su pasado esplendor,
y otra muy distinta que, en la
actualidad, con tres mil cofrades y una banda con doscientos músicos
acompañando cada paso aquello parezca todo menos un acto de recogimiento
espiritual. Vamos, es que no lo se puede mezclar el fervorín con la música del empastre entre balcones alquilados por cuatro pijos y la bulla callejera campando por sus respetos. Ni se pueden pedir, en rigor, peras al olmo ni seriedad contenida en medio de un absoluto desmadre.
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