Hay gente que ha hecho de la gastronomía una profesión.
Deben ser, no sé, los que educan el gusto. Se pasan la vida de bar en bar y de
restorán en restorán probando banderillas y platos cocinados. Como a la hora de
pagar la factura le suelen decir al jefe de mesas que son expertos
gastronómicos, les sale la degustación gratis, o a mitad de precio, que de todo
se da. No conozco un país donde haya tantos restaurantes, tantos bares, tantos
programas televisivos enseñando cocina, tantos libros sobre el arte culinario y
tantos “salvadores” de negocios hosteleros al borde del fracaso.. A veces por
distraerme, veo un programa de Alberto
Chicote donde ese cocinero aparece por un restaurante con la cocina llena
de suciedad, con unos cocineros rumanos muy desagradables y con una carta donde
no existe nada de lo que el cliente solicita. Pero Chicote, los abronca en
profundidad, les cambia el menú y sus feas costumbres, el rótulo del
establecimiento y todo su interior; y a los pocos días, aquel garito de sopa de
convento y bofena visitado una semana antes por él, se convierte de la noche a la mañana en un restorán de
muchas campanillas, donde vuelven a entrar clientes que un día decidieron no
volver por su mala cocina y la falta de coordinación de los empleados, y que
ahora felicitan al cocinero por su buen hacer y se marchan tras pagar la cuenta
con cara de satisfacción. Es como un milagro en el mundo de la hostelería. Hay
otros tipos, ya digo, que ahora nos recomiendan tomar vino de garnacha cuando
en este país se arrancaron tantas cepas, por haberlo recomendado un tal Robert Parker, que se ha convertido en
el referente de los bodegueros. Un hombre que vive cerca de Baltimore, que se
dedica a catar vinos de todo el mundo, que publica la opinión que le merecen en
su revista The Wine Advocate y al que
se le considera como el experto número uno en los vinos de Burdeos, California
o Ródano. No pongo en duda sus peritaciones. Pero en cuestión de gustos no hay
nada escrito. Personalmente detesto la garnacha porque me deja la lengua más
áspera que la de un gato y prefiero el vino elaborado con tempranillo, a ser
posible de la Rioja Alta,
que no es mejor ni peor sino distinto. Existe un paisano en la novela de Cela El gallego y su cuadrilla cuya profesión es la de catador de
escabeche. Cuenta en su libro:
Cuando alguien requería sus servicios, este señor ponía una cara muy
digna para preguntar: “¿Origen, calidad o estado?”. Si le decía, por ejemplo,
“origen”, él lo paladeaba sin grave preocupación y respondía: “Bonito o perdiz,
o truchas”, o lo que fuese. Si le decían, pongamos por caso, “calidad”,
entonces miraba un poco de lado y se secaba los labios con la lengua:
“Superior, buena sin exageraciones, mediana”,
etc. Si le decían “estado”, verbigracia, pinchaba un trocito, se quedaba
con los ojos fijos en el techo y, según lo que tuviera que contestar, así ponía
la cara: “Pastoso; agridulce, febril o putrefacto” solían ser sus
calificaciones más frecuentes.
--Ya, ya, ¿y acertaba?
--Pues, mire usted, no mucho porque, la verdad es, casi ni me daban
ocasión. Ya sabe usted lo burras y ahorrativas que suelen ser las amas de casa.
En fin, España se está convirtiendo en la cantina de
estación de Europa donde, cuando intentamos llevarnos el vino al tren, siempre
nos pide el camarero de barra además del importe del contenido el importe del
casco, aunque el casco sea de una botella no recuperable. Eso sí, hace años
tenían la delicadeza de entregar la botella envuelta en una página de
periódico, normalmente del España de
Tánger, donde, con suerte, aprovechabas para leer un artículo de Eduardo Haro Tecglen que ayudaba a
soportar el insufrible traqueteo del convoy por el Despeñaperros cuando ibas a
Madrid desde Sevilla en plena noche. Son
costumbres que se pierden. Ya saben: pagar y callar.
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