viernes, 7 de abril de 2017

Expertos en gastronomía





Hay gente que ha hecho de la gastronomía una profesión. Deben ser, no sé, los que educan el gusto. Se pasan la vida de bar en bar y de restorán en restorán probando banderillas y platos cocinados. Como a la hora de pagar la factura le suelen decir al jefe de mesas que son expertos gastronómicos, les sale la degustación gratis, o a mitad de precio, que de todo se da. No conozco un país donde haya tantos restaurantes, tantos bares, tantos programas televisivos enseñando cocina, tantos libros sobre el arte culinario y tantos “salvadores” de negocios hosteleros al borde del fracaso.. A veces por distraerme, veo un programa de Alberto Chicote donde ese cocinero aparece por un restaurante con la cocina llena de suciedad, con unos cocineros rumanos muy desagradables y con una carta donde no existe nada de lo que el cliente solicita. Pero Chicote, los abronca en profundidad, les cambia el menú y sus feas costumbres, el rótulo del establecimiento y todo su interior; y a los pocos días, aquel garito de sopa de convento y bofena visitado una semana antes por él, se convierte  de la noche a la mañana en un restorán de muchas campanillas, donde vuelven a entrar clientes que un día decidieron no volver por su mala cocina y la falta de coordinación de los empleados, y que ahora felicitan al cocinero por su buen hacer y se marchan tras pagar la cuenta con cara de satisfacción. Es como un milagro en el mundo de la hostelería. Hay otros tipos, ya digo, que ahora nos recomiendan tomar vino de garnacha cuando en este país se arrancaron tantas cepas, por haberlo recomendado un tal Robert Parker, que se ha convertido en el referente de los bodegueros. Un hombre que vive cerca de Baltimore, que se dedica a catar vinos de todo el mundo, que publica la opinión que le merecen en su revista The Wine Advocate y al que se le considera como el experto número uno en los vinos de Burdeos, California o Ródano. No pongo en duda sus peritaciones. Pero en cuestión de gustos no hay nada escrito. Personalmente detesto la garnacha porque me deja la lengua más áspera que la de un gato y prefiero el vino elaborado con tempranillo, a ser posible de la Rioja Alta, que no es mejor ni peor sino distinto. Existe un paisano en la novela de Cela El gallego y su cuadrilla cuya profesión es la de catador de escabeche. Cuenta en su libro:
Cuando alguien requería sus servicios, este señor ponía una cara muy digna para preguntar: “¿Origen, calidad o estado?”. Si le decía, por ejemplo, “origen”, él lo paladeaba sin grave preocupación y respondía: “Bonito o perdiz, o truchas”, o lo que fuese. Si le decían, pongamos por caso, “calidad”, entonces miraba un poco de lado y se secaba los labios con la lengua: “Superior, buena sin exageraciones, mediana”,  etc. Si le decían “estado”, verbigracia, pinchaba un trocito, se quedaba con los ojos fijos en el techo y, según lo que tuviera que contestar, así ponía la cara: “Pastoso; agridulce, febril o putrefacto” solían ser sus calificaciones más frecuentes.
--Ya, ya, ¿y acertaba?
--Pues, mire usted, no mucho porque, la verdad es, casi ni me daban ocasión. Ya sabe usted lo burras y ahorrativas que suelen ser las amas de casa.
En fin, España se está convirtiendo en la cantina de estación de Europa donde, cuando intentamos llevarnos el vino al tren, siempre nos pide el camarero de barra además del importe del contenido el importe del casco, aunque el casco sea de una botella no recuperable. Eso sí, hace años tenían la delicadeza de entregar la botella envuelta en una página de periódico, normalmente del España de Tánger, donde, con suerte, aprovechabas para leer un artículo de Eduardo Haro Tecglen que ayudaba a soportar el insufrible traqueteo del convoy por el Despeñaperros cuando ibas a Madrid desde Sevilla en plena noche.  Son costumbres que se pierden. Ya saben: pagar y callar.

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