¡Ay, cuando el artista se cae del trapecio...! ¡Qué desconsuelo la de
aquél al que nadie le recuerda! La soledad de quien se va marchitando en la
solana en un rincón del jardín y buscando un calor que no cuesta dinero, aunque
ahogándose en los rellanos de la escalera y en los vahos intensos de la
melancolía. El teléfono ya no suena con insistencia. El cartero tampoco llama
dos veces. Es sólo un adminículo más del bazar de los chinos, que nos invade la
estantería y que todavía nos produce dolor el día en que se tira y se destroza,
en un intento de pasarle el trapo para quitarle el polvo. Al menos en la
caracola intuimos el murmullo del mar. En el auricular, en cambio, sólo un
final de una carrera que conduce a ninguna parte. Eladio Romero García, en el prólogo de su libro “Guerra civil en
Aragón” decidió un día llamar a las cosas por su nombre “... hablando de
rebeldes, fascistas o franquistas, y no de tropas nacionales”. Después de
tantos años transcurridos, pese a la diferencia de ambos conceptos, nos quedan
la aceptación y la resignación, aún percibiendo de antemano que al aceptar
cualquier cosa, lo que fuere, perdemos siempre la urgencia. Es necesario
no mirar hacia atrás para no convertirnos en estatua de sal. Tampoco hay que
mirar hacia delante. Sólo importa el presente, este instante, el perfume de una
flor, el trino de un jilguero y el latido de un
pulso cada vez más débil. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... En la
película griega “Un toque de canela” escuché algo que le decía ella a él y que me
impactó profundamente: “No mires, no mires atrás en los andenes, porque la
mirada permanece como una promesa”. Una
tarde, en Lisboa, me senté en un velador junto a la estatua de Fernando Pessoa, que nunca estuvo en
España salvo en una breve escala en las Islas Canarias. Decía que era un
occidental extremo. “Cansa ser, suele sentir, pensar destruye...”.
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